El gyotaku es una técnica japonesa de impresión creada antes de la fotografía, cuando solo había peces y tinta.
Japón, siglo XIX. Pescadores que imprimen sus capturas sobre papel de arroz. No por arte. Por registro. Una forma precisa —casi científica— de dejar constancia de lo que salió del agua. Medidas exactas. Escamas fieles. Una especie de documento naturalista hecho con el cuerpo del animal. Sin cámara.
El motivo era simple: certificar el tamaño del pez. Cuando un pescador decía haber sacado un ejemplar fuera de lo común, hacía falta prueba. El gyotaku nace de esa necesidad. No había tiempo para esculpir ni herramientas para retratar. Pero sí había tinta. Y papel. Así empezó: como evidencia. Como dato. Como prueba.
A eso se le llamó gyotaku. Literalmente: “impresión de pez”.
No es pintura. No es dibujo. Es contacto. Se entinta el cuerpo del pez y se presiona sobre la superficie. Se transfiere su forma, su textura, su existencia. Luego, a veces, se limpia, se cocina, se come. El papel queda como única prueba. Archivo plano de algo que fue.
En Estepona, no hay tradición de gyotaku. No hay arroz de papel ni tinta sumi. Pero hay mar. Hay pesca. Hay cultura de costa. Y hay algo en común: la necesidad de registrar lo que pasa. Lo que se atrapa. Lo que no vuelve.
Los barcos salen al amanecer. Vuelven con cajas llenas. Algunos peces van al mercado o al chiringuito. Otros al recuerdo. Las manos que los sacan del agua conocen su peso, su olor, su lucha. Todo eso también podría quedar impreso.
Pensar el gyotaku desde Estepona no es una cuestión de homenaje ni de exotismo. Es más bien una pregunta: ¿cómo dejamos constancia de lo que vivimos? ¿Qué rastro queda de lo que solo pasa una vez?
La técnica japonesa usaba tinta negra y precisión. Hoy, muchos artistas la reinterpretan con color, con capas, con intención estética. Pero la idea sigue siendo la misma: capturar el momento exacto. La silueta real. Lo que estuvo ahí, aunque ya no.
Ambos trabajan con cuerpo y tinta. Ambos convierten lo efímero en forma. Ambos fijan algo que ya pasó. El pescado vuelve al mar o termina en el fuego. El instante desaparece. Pero algo queda.
El archivo, al final, no es solo para conservar. Es para mirar. Para entender lo que fue. Aunque sea una sombra exacta. Aunque ya no se mueva.
En Estepona, el mar sigue hablando. Tal vez el gyotaku nunca formó parte de esta costa, pero su lógica sí. Porque aquí también se imprime la memoria. A veces en papel. A veces en piel.